Etnografía

Adicción, ¿es posible salir de ella?

Una visita a un centro de rehabilitación 


Era 6 de abril y por fin habíamos conseguido la cita para visitar un lugar encargado de la rehabilitación de personas con problemas de drogadicción y alcoholismo, se trataba de una fundación. Antes de vivir esta experiencia, debo decir que no  tenía un concepto muy definido sobre los lugares dedicados a esta labor, me los imaginaba como una especie de clínica.Mi único referente eran las películas, en especial la llamada Alcohol y coca; estrenada en 1988 y dirigida por Glenn Gordon. Esta cuenta la historia de un jóven que se interna en un programa de rehabilitación para drogadictos. También pensaba y sigo pensando que, como todos, las personas que están allí libran una batalla de la que esperan salir recuperados y más fuertes.

Jueves 5 de abril

El día anterior llamé nuevamente a la fundación para confirmar mi visita. La directora contestó afanadamente, me dijo que no había ningún problema y justo antes de colgar me dijo que debía llegar más o menos a las nueve de la mañana, no tan temprano, porque si ella no estaba no se permitía el ingreso de personas exteriores. Me pareció curioso, asentí y luego de despedirnos, colgué. Estaba sentada en uno de los restaurantes de la universidad y mis compañeros se quedaron observándome con curiosidad. Me preguntaron a qué lugar iría a hacer mi etnografía, les respondí. La mayoría se sorprendió, incluso uno de ellos me preguntó si no me daba miedo. Me pareció extraña su pregunta, le dije que no, que al contrario, estaba ansiosa por ir. 


Viernes 6 de abril

Llegamos a eso de las 9 de la mañana, con mi compañeros nos habíamos encontrado previamente para dirigirnos a Normandía, lugar de ubicación de la fundación. Nos recibió la directora de la fundación, una mujer seria,  de estatura promedio, ojos grandes y cabello castaño con tintes color rubio. Amablemente nos pidió que ingresáramos  a su oficina, una pequeña sala situada a unos 3 metros de la entrada principal. Mientras caminábamos hacia allá, me fue inevitable poner los ojos en  las personas que habían volteado su rostro en nuestra dirección. Se trataba de tres hombres que se encontraban al fondo de un pasillo largo y oscuro sosteniendo un plato de comida en sus manos.

La oficina era un lugar básico, compuesto por tres sillas, un escritorio y muchos folders regados sobre este. De acuerdo con la directora, se trataba de los “historiales médicos y psicológicos” de cada una de las personas que están internadas allí, voluntariamente o por bloque. Por bloque significaba que eran obligados a ir, normalmente por su familia.

Después de explicarle nuevamente el motivo de nuestra visita, la directora nos  dio algunas recomendaciones antes de permitirnos ingresar completamente al lugar. Dijo que no podíamos tomar fotos de las personas, respetando su derecho a la confidencialidad, pues algunas personas estaban allí sin que su familia y cercanos lo supieran. Asimismo, nos dijo que no debía hacer por ellos ningún tipo de favores que tuvieran que ver con contactarlos con personas del exterior. Finalmente, en sus palabras,  dijo: “y sobre todo no crea en todo lo que le dicen, muchas son  nuevos y no están conformes estando aquí”.

Lo que dijo me puso a pensar en cantidad. Después se despidió y nos permitió ingresar.  Caminamos por el pasillo y llegamos al que sería el comedor. Había aproximadamente unos 17 hombres allí disfrutando del que parecía ser su desayuno. No quería incomodar por lo que me senté en una esquina de la habitación para observar detenidamente. El ambiente del lugar se me hizo parecido al de un ancianato combinado con una cárcel. A un ancianato porque todo está muy organizado, los horarios, las actividades; y a una cárcel porque los hombres están ahí todo el tiempo, sin posibilidad de salir. Estaba sacando un cuaderno de mi mochila, cuando Alex, un amable muchacho, se me acercó. Lo saludé y me quedé conversando. Llevaba 2 años y cuatro meses internado allí. “Es un buen lugar para estar, vivimos bien y aquí todos nos respetamos, tenemos reglas”, dijo y me señaló la pared que se encontraba diagonal a su posición.


Luego de saludar a otro muchacho que cruzaba la sala, volvió a hablar. “El psicólogo está con un interno y su esposa, aquí nos ayudan con nuestros problemas y nada mejor que contar con nuestra familia”, susurró Alex. En la fundación,  hay un psicólogo, un padre, trabajadores sociales y personas que realizan talleres con ellos. Sin embargo, por lo que hablaban y comentaban, el más importante para ellos es el padre y el momento de devoción justo antes del desayuno.

Alex se despidió y se levantó porque tenía que colaborar en la cocina picando habichuelas.  Me levanté y observé la cartelera que Alex me había señalado unos minutos atrás. En ella, estaban escritos los lineamientos que debían seguir para tener una buena convivencia, el respeto era uno de ellos. Cuando la mayoría se levantó de sus asientos y se dirigió a la sala contigua, me quedé prácticamente sola con tres muchachos. Ellos entraron a un pequeño salón y tomaron dos escobas, un trapo y un recogedor. Se acercaron nuevamente al lugar donde habían comido y comenzaron a limpiarlo. Me pareció que lucían igual que una familia por cómo se trataban.

Cartelera con las normas señalada por Alex. Fuente: propia


Tomé mis cosas y me dirigí a la sala donde ahora se agolpaban la mayoría de los hombres. Unos estaban sentados en una mesa conversando, otros simplemente se quedaban mirando un punto fijo y otros entraban y salían de la habitación. Me dio nervios acercarme a ellos por  miedo a parecer una intrusa. Sin embargo, tomé una silla y me senté. Estaba a punto de hablar con uno de los hombres allí, cuando otro llamó mi atención. Era un hombre de estatura promedio, cabello negro y con un aspecto envejecido. Él tomó una silla, la puso en medio de la habitación y comenzó a intentar saltarla una y otra vez, con éxito. Volví la mirada al hombre que estaba a mi lado, me saludó y quiso interrogarme. Luego de unos minutos, mientras él miraba fijamente la pared del fondo, dijo que no gustaba mucho de hablar y se cruzó de brazos. En ese momento se aproximó a la mesa un muchacho alto, de un metro 80, era el trabajador social.  Él les entrego un paquete que contenía, entre otras cosas, flores de colores, hilo blanco grueso y lo que parecían ser pedacitos de pitillos cortados. El trabajador social me miró y con una sonrisa dijo: vamos a hacer collares.

Me levanté de la mesa y caminé en dirección al final de la sala. En ese instante,  un señor se dirigió a mí en tono amigable y me invitó a sentarme con él y otros 3 hombres. Tenía tez blanca y su cabeza sin un solo cabello.  Su nombre era Óscar, tenía 37 años y llevaba allí un mes. “Es la segunda vez que estoy aquí, hace un año perdí el control y volví a caer en el vicio”, dijo fuertemente mientras inspeccionaba mi reacción. Para Óscar, estar allí no parece hacer la diferencia, es más siente que es como estar en una cárcel y que no le ayuda mucho. Recuerdo que mientras conversábamos me dijo  repetidamente que el encierro al que estaban siendo sometidos no servía de nada, que lo que realmente los ayudaba a cambiar era estar con Dios y poner mucho de  su voluntad.


En una pausa en la que el trabajador social les repartió el mismo material de la otra mesa, levanté la mirada para observar a los demás. Me fijé en un muchacho de aproximadamente unos 18 años, él se movía de un lado a otro y sus manos jamás se quedaban quietas: estrellaba sin detenerse cada uno de sus dedos. En ese momento  Óscar se dirigió a mí.


—Lo que más me molesta, es que aquí todos los profesionales que vienen dicen saber cómo se siente la ansiedad de querer salir y fumarse un basuco — me dijo y continuó—es prácticamente imposible que lo sepan si nunca han probado eso. Me quedé analizando un momento lo que Óscar acababa de decirme y decidí  preguntarle cómo podía describir esa ansiedad, tratando de no incomodarlo. “Es como cuando usted quiere ver a su novio después de mucho tiempo, como cuando desea un helado de una manera exagerada y no puede tenerlo. La diferencia es que en la calle, conseguir el basuco es fácil”.  Se lo pensó un momento y  agregó: “tengo un mejor ejemplo.  Es como cuando su novio la engaña una vez y aun así usted quiere verlo, siente esas ganas de estar con él. Lo malo es que inevitablemente vuelve a creerle  y cae, es exactamente lo mismo”.   


Justo cuando estaba a punto de sugerir otro ejemplo. Diego, el señor que estaba a su lado, tomó la iniciativa de hablar. Me  dijo que se sentía como cuando uno desea una hamburguesa desesperadamente y nada le quita ese antojo. Diego también  me dijo que lleva  seis meses allí y que esta era su séptima vez en ese lugar, pues recayó en el vicio el primer día que salió de allí,  después de muchos procesos. Asimismo, me contó que no era de Bogotá, donde se ubica la fundación, sino de Neiva. "Mi familia cuadró con las personas de aquí y un día fueron hasta mi casa en Huila y me trajeron aquí", afirmó. 

La conversación se extendió, seguimos hablando de su vida y su experiencia allí durante un largo rato. Óscar, me contó también que había entrado al mundo de las drogas desde muy pequeño, y que estar allí lo había hecho consciente de todas las oportunidades que se estaba perdiendo. Me aseguró que en verdad quería cambiar y que él sabía que eso dependía de él. Cuando terminó el segundo collar, me habló de que sentía que era muy monótona la vida allí. De acuerdo con lo que me contó, la comida siempre era la misma y en general para él todo se había vuelto una rutina. 

En ese momento, pasó el padre en compañía de el psicólogo. Se sentaron en una mesa, cada uno a realizar cosas diferentes. El padre tenía en una mano la biblia y en la otra sostenía un cuaderno y un esfero. El psicólogo, por su parte, revisaba unas carpetas que me pareció eran idénticas a las que tenía la directora en su mesa. Luego, se levantaron y se sentaron con nosotros. El padre me contó que al principio los hombres no eran muy abiertos con ellos y que se hacia difícil el trabajo pero que eso cambió, y que ahora todos se conocen más y  todos lo buscan para escuchar "la palabra del señor". El profesional en psicología me contó que realizaba sesiones diarias con algunos, que duraban entre 45 minutos y una hora. Reafirmó lo que dijo el padre de cómo fue todo al principio y agregó que ahora la relación entre todos es más cercana.  

Todos nos dirigimos nuevamente al salón donde previamente Alex y yo conversamos. Allí, el padre me preguntó que si quería que realizáramos una oración. Yo respondí que sí. Me preguntó que si tenía alguna petición, traté de ser muy general, pues no conocía muy bien cómo la iba a realizar. Una vez terminaba la oración, que duró aproximadamente 10 minutos y que consistió en un resumen de nuestras peticiones, unos agradecimientos y expectativas, el padre me dijo que estar allí le daba mucha satisfacción. "No se trata del dinero, sino de poder ayudar a los otros, a estas personas para que encaminen nuevamente su vida". 

Me quedé más tiempo hablando con uno y con otro, escuchando sus experiencias y todo lo que tenían por decir.  Algo que me llamó la atención, es que muchos de ellos sentían resentimiento con su familia por haberlos llevado allí, incluso al aceptar que quizá lo hicieron por generarles un bien. Otro momento que considero prudente recordar fue un debate que se dio entre ellos  sobre el consumo de drogas. Ellos me explicaron que el basuco es muy barato,  muy fácil de conseguir y que cumple en gran parte con  sus expectativas y que, quizá, por eso su consumo es elevado.  Al final me despedí de la directora. Sin embargo, no pude hacerlo de los internos pues ella me lo impidió.  Me quedé con las ganas de hacerlo y en definitiva no quería irme, quería continuar  hablando con ellos. Solo pude ver desde lejos como se acomodaban anticipadamente frente al televisor para ver, como suelen hacerlo todos los días,  Tu Voz Estéreo.  

Me pareció que la fundación les brinda un apoyo grande a estas personas, además de la alimentación, les da la posibilidad de cambiar  y de dejar salir aquello que no los hace sentir bien. A pesar de que las opiniones de ellos son muy diversas, y todos ven las cosas de una manera diferente, es cierto que todos necesitamos ayuda de los otros alguna vez, pues como dije más arriba, todos luchamos una batalla. Otro aspecto muy importante, es que este tipo de lugares se dedica a ayudar y eso se ve reflejado en la actitud de las personas que conviven con ellos, como la del padre. Debo decir aquí, que sentí muy tenso el ambiente entre la directora y las personas internadas.


Me pareció muy constructiva y enriquecedora esta experiencia. Siento que este trabajo me permitió entrar a un entorno antes desconocido para mí. Muchas veces juzgamos sin conocer, y no nos ponemos en el lugar de las personas, de lo que pueden estar sintiendo o afrontando. Una de las razones por las que decidí escoger este lugar, fue porque vi cómo muchos juzgan a las personas que “cayeron en el vicio” sin siquiera preguntarles sus motivos, sin permitirles contar su historia y los rechazan. Todos cometemos errores, a veces tomamos caminos equivocados  que nos conducen a cosas malas. Sin embargo, es deber de nosotros como sociedad no cerrarles las puertas, sino escucharlos y darles una mano, ellos también son personas. 

Frase ubicada en el comedor. Fuente: propia


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